El mes de julio suele ofrecerme unas semanas de vida y tranquilidad en una casa aislada del bullicio veraniego. El sosiego que habita en esta casa sólo se verá interrumpido porque, agradecido, he aceptado la invitación de exponer este año en el pueblo de Allepuz en su semana festiva. En la sala del ayuntamiento muestro media docena de apuntes bajo el título de «Vida en una masada». Allepuz es una villa del Maestrazgo turolense, escarpado en lo más alto de un valle cerrado, a 1474 metros de altitud, donde corren escondidas en la profundidad las aguas del río Sollavientos para dar alcance allí mismo al río Alfambra. Tiene censadas 40 masías, habitadas actualmente algunas de ellas. Las diferencias de distancia al centro del pueblo oscilan de uno a veinte kilómetros aproximadamente. Estas pequeñas acuarelas pintadas en el 2011 son un registro gráfico de un especial modo de vida ya casi en el olvido.
La protagonista en casi todas ellas es una mujer que no tuvo que posar ni esforzarse por imitar ese modelo de vida. Pilar, mi esposa, nació en la masía de Las Pupilas. Vivir en estas casas no es nada fácil para el que está acostumbrado a desenvolverse en una ciudad o pueblo con todos los requerimientos a mano. Las masías se pueden considerar distantes en todo, pues los caminos de acceso al pueblo solían ser pistas de carros que los inviernos se transformaban en senderos con fatigosos ventisqueros.
La masía de Las Pupilas se encuentra a tres kilómetros del pueblo y no tiene luz ni agua. Mejor expresado: cuenta con la luz natural y el agua que era necesario ir a buscar diariamente a una fuente. Esta era una labor primordial que se hacía al despuntar el día. El segundo trabajo más importante que se realizaba durante todo el año era acumular leña para los crudos inviernos. Igual que las hormigas, jornada tras jornada, se transportaba, cortaba y se abrían en gajos para casi seis meses de frío y recogimiento. Pilar, de niña, subía y bajaba diariamente a la escuela andando, con sol, lluvia o nieve. En casos de extrema nevada, un serón en la mula transportaba a la inocente escolar al pueblo. Un camino pedregoso y duro no es impedimento para la cultura, sino su acceso. Toda dificultad es en realidad un puente.
Una de las muchas virtudes de un masovero es ser capaz de realizar cualquier labor artesana; así, se fabricaban ellos mismos los elementos necesarios para el cotidiano vivir: carpinteaban, herraban, tejían, componían cestos de mimbre y esparto, encordaban sillas, se calzaban…En cuanto a las labores domésticas, no representaban esfuerzos ni secretos: el masar y cocer el pan en horno propio, recolectar plantas medicinales, o elaborar conservas de todo tipo, y al igual que la leña, el cerdo constituía en todas sus adopciones y variantes el sustento para todo el año. El aceite rancio y viejo, grasas y mantecas, se transformaban en jabón y daba luz a la noche en ligeros candiles: luz de Caravaggio. Las sombras se extienden y alargan como telas de araña, tejen y atrapan una luz fugaz, parpadeante y exaltada. No escribo de oídas, ni invento nada. En el año 1978, Pilar me invitó a que conociera su casa natal.
Descubrí lo que ahora describo, ese modo de vida que desconocía totalmente. Quedé tan impresionado y conmovido que esa huella retornaría casi una década después. Visitamos en ese momento otros lugares del término de Allepuz; las hermosas masadas de uno de los más altos valles habitados de España, Sollavientos, a 1700 metros de altitud, topónimo ya en sí definitorio. Valle poblado de masías llenas de vida, historia y bureos. Los bureos no son otra cosa que encuentros festivos y rotatorios por las masadas. Las distancias se acortaban con estas celebraciones llenas de juegos, relatos e historias, bailes y alegrías compartidas por niños y adultos. En realidad era la forma de socializarse, de sentirse unidos. El aire de festividad permitía amistades, noviazgos, liaras -tratos de palabra-, colaboraciones y trabajos de ayuda mutua. El invierno en estas casa tan aisladas -de 12 a 20 kilómetros del pueblo- es de un rigor extremo. Es inimaginable pensar lo bello y duro que es la vida en este precioso valle. La huella latente del año 1978 nos empujó a una experiencia altamente seductora.
En el año 1985 decidimos trasladarnos a vivir a Las Pupilas, aceptando todas las dificultades que de antemano preveíamos. Sin embargo sentíamos que lo cotidiano vuelve el mundo gris, el mismo color en todo, nada destacable en el sucesivo vivir. Por el contrario la vida en plena naturaleza, acomodada a la luz solar, sin medios de comunicación, ni electrodomésticos, suplió todas las carencias. Paseos junto al río con la música de su fluir, soledad, tranquilidad, horas y horas de lectura y tiempo. Constatamos como verídicas las palabras de Platón al imaginar el tiempo como imagen móvil de la eternidad. La fugacidad de los instantes te hace sentir carente de todo, huidizo y pobre, pero a su vez la masía y su entorno -el mundo envolvente- despertó nuestra sensibilidad: mirar con más calma, deleitándonos en la realidad a nuestro alcance, descifrando significados.
Tiempo que, sin notar su paso, nos ofreció el silencio entre lienzos y colores. Este lecho de serenidad fue muy creativo, a pesar de que en ese año soportamos uno de los inviernos más duros de nuestra vida, llegando a 18 grados bajo cero. Vivir sin las comodidades tan arraigadas se superó en unos días. El laberinto del tiempo desapareció al romper la monotonía de la vida acelerada. El arco del Sol diario llenó de plenitud el largo e intenso año de 1985. Sus aromas y sabores se instauraron en nuestras vidas. En unos días de verano de hace un par de años, en este solar placentero, pinté esta pequeña serie de acuarelas con entrega y pasión, reflejando mínimamente «la vida en una masada». Falta el duro trabajo viril. Me limité a la exquisitez de reflejar sus interiores y la luz que envuelve a una figura.
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