Estamos en verano. De nuevo volvemos a sentir en nuestra piel calor, sudor y el placer de un baño refrescante. Nuestro cuerpo despojado de ropas invernales se siente desnudo, ligero y anhelante de libertad. Escribir estos comentarios tan anodinos sobre el buen tiempo parece obvio; asumimos los cambios estacionales como algo sucesivo, ya vivido y repetitivo. Pocas veces pensamos en lo que el paisaje y el clima influyen en nuestra propia concepción de hombres.
El paisaje donde uno nace, vive o trabaja aporta una orientación clara y concisa para desentrañar los entramados de la vida humana. El paisaje siempre es compartido.
En distintas comunidades, lugares o países encontramos variadas formas de conciencia y expresión: diferentes modos de construir, vestir, cocinar, laborar y crear. El clima y el paisaje nos ofrecen un sinfín de manifestaciones, mostrándonos al ser humano sociable en su existir. Con frecuencia nos descubrimos a nosotros mismos implícitos en un paisaje de manera muy diferente: los climas húmedos habituales en Oriente, en zonas de lluvias y tifones, originan un comportamiento de vivir más sentimental y enormemente contemplativo, con tendencia a unas religiones que se fundamentan en la unidad de todos los vivientes; en contraste, la sequedad, la vida en el desierto, más occidentales, genera un vivir más voluntario, práctico y racional, siguiendo las normas dictadas por un libro o dios único.
El paisaje y el clima nos modela. Nuestros estados de ánimo son con frecuencia volubles a sus cambios: un día luminoso nos alegra; el reverdecer y el color de la primavera nos mueve a la inquietud; el otoño y el invierno, con sus belleza y rigores, nos inclinan al recogimiento.
Cuando formulo la pregunta ¿ cómo la fuerza creativa arraigada en el ser humano origina, según los paisajes, la diversidad artística ?, personalmente respondo que el paisaje está implícito en el arte. Las diferencias climáticas y geográficas entre distintos países, regiones o continentes significan diferencias de estructura mental.
Cómo no ver los valles ondulantes de la Umbría italiana en Paolo Uccello, Giorgione o Modigliani: cómo no descubrir la lucha de la tierra y el mar del paisaje holandés en la impronta y contrastes de Rembrandt; o el triunfo de la contención del mar en el rigor y precisión de Vermeer de Delft; la luz del Mediterráneo y el dulce halago del Sol en Matisse, Cézanne, o Sorolla; y el fragor de las olas atlánticas plasmadas en el choque y desgarro de las arpilleras de Manolo Millares.
El paisaje influye y modula la expresión humana. La estructura inmutable que contiene es lo que intenta expresar el arte. Soy monegrino, a mis ojos acuden constantes un horizonte y un cielo que acaricia la línea que los separa. En cualquier lugar – estemos donde estemos: oriente, occidente, norte, sur – el cuerpo y la mente vive los cambios de espacio y tiempo con unidad de mirada; germina, florece, crece y marchita. la lógica de toda forma artística es llegar a construir una unidad en la pluralidad. El paisaje se infiltra en nuestro quehacer cotidiano. Somos paisaje.
Las ilustraciones son «Las cuatro estaciones» . Óleos de 46 x 55 cm del año 1998.
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