Tierras de horizontes que el sol ilumina sin piedad. Las espinas de la lluvia se ausentan en estos campos forjando su carácter de sed. Las raíces de vida están en permanente aventura en busca del espacio; la luz las acoge y el rocío las alimenta. La noche en estos parajes se tatúa de estrellas.
Horizontes de silencio que ofrecen su amplitud de ausencia, luz de pasos sin resistencia. Perfume de paz: Monegros.
El placer visual de estas tierras con sus cárcavas, ripas y lomas lamidas se agranda con el placer de conocer la gratitud de sus habitantes. Hombres acostumbrados a conocer los límites de su horizonte; su hábitat. Hombres que no confunden los extremos de esa infinita línea y sienten la versatilidad de la mesura; se abren a la amistad.
Mis amigos monegrinos tienden, en la mínima ocasión, a reunirse en torno a una mesa y compartir su buen hacer culinario. Saben que el gusto es el más íntimo de los cinco sentidos. Lo sensual de la comida reside precisamente en paladear lo guisado, incorporar el mundo exterior en el interior del organismo y dejar que la boca, en su voracidad, capte los sabores y jugosidades. Etimológicamente saber viene de sabor. De un manjar no gustado nada se saca, de poco sirve describirlo con palabras, lo que hay que hacer es comerlo: sabor, sapor, sapere, sapiens. «El que lo probó lo sabe» nos confirma el refrán.
Me dirijo al término de la «Romerosa» por estas extremas tierras que se visten, ahora en abril, de verdes primaverales, recorro caminos que se entrecruzan con el azul del viento como brújula. Alguna balsa de agua refleja sin esfuerzo nubes viajeras y también en ella la noche flotará entre sus juncos.
Llego a mi destino, todo se aquieta en el silencio; en el pequeño «mas», donde la amistad se celebra, se destila serenidad. Recorren mis ojos sus paredes y la mirada juega con el alegre orden rústico: vasos, saleros, especieros y otros elementos de cocina ocupan su humilde lugar de recogimiento repartidos por suelos y muros.
La mesa bien dispuesta alienta el apetito: liebre, judías y caracoles de monte entre otras cosas. Las palabras se enredan con los bocados y el humor, que no lo produce el buen vino, cincela la jornada.
El tiempo detenido no nos obliga a su presencia, se pierde en el ambiente de cordialidad y los sabores recalan en la memoria. Se cuentan anécdotas e historias del pasado que se tornan en mañanas de vida y presencia. Me viene también a la memoria el consejo de un buen amigo: «donde se está bien, buen rato» y lo cumplo como ley. Con ánimo siempre de aprendiz, estudio la lección que dictan José Alejos, Joaquín, Antonio y Ramos: lo inteligente consiste en hallar el máximo disfrute con el mínimo esfuerzo y con un mínimo de medios, eso sí, bajo la caída de la luz en estas sórdidas tierras. Royendo Monegros.
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