La vieja idea de la felicidad transita envenenada y corrompida desde la antigüedad. Sus huellas imprecisas manifiestan sucesivos sentidos de contradicción. Es como el agua que nunca agota la sed, es también el aburrimiento o la apatía en cuanto la felicidad se cumple. La felicidad ideal sería la felicidad siempre saciada y siempre hambrienta.
Nos constituye una dualidad de presencia y ausencia.
Nuestros sentidos al percibir el mundo anhelan alcanzar una síntesis de unidad al ver, oír, tocar, y saborear, sin embargo, nuestro cuerpo en este proceso se siente incompleto y limitado.
Los deseos están siempre ocultos y, a su vez, están a merced de nuestro cuerpo; nos empujan a sentir lo deseado. Pero por estar ocultos y escondidos, el hombre desconoce lo que anhela y se perpetúa buscando. Estable e insatisfecho el hombre vive extrañándose.
La vida y su tiempo no lleva adherida la felicidad, mas bien arrastra con su paso constante su nostalgia.
Un libro titulado La fuerza de una promesa escrito hermosamente por Antonio Losantos en el año 2001 desarrolla con gran sensibilidad la contradicción de la felicidad. Todos sus capítulos presagian el silencio esculpido por la muerte.
En la primera edición de La fuerza de una promesa incluimos dibujos de línea pura. Estas ilustraciones lineaban los avatares de una historia trágica: la de los Amantes de Teruel. En la segunda edición realizada en el año 2010 pensamos en sustituir los dibujos por aguadas. Acepté el reto con ilusión y una vez concluido el trabajo y la maquetación del libro surgió la idea de realizar las escenas principales a tamaño natural. El disponer de pacientes modelos facilitó enormemente imprimir en las acuarelas el ambiente clásico que la época requería.
¡Qué extraño es pintar la muerte! Dos cuerpos vencidos. El instante de un deseo transformado en intemporal. ¿ Cómo pintar el hueco de la vida? ¿ El instante fugaz del abismo de un beso? Escribí un haiku al borde de una de las acuarelas para reforzar la comprensión de la escena:
Beso en tus labios
un horizonte de aire.
Vuelo a la nada.
Junto al escritor Antonio Losantos he realizado a lo largo de una década media docena de versiones del drama. Su amistad, guía y apoyo me acompañaron mientras realizaba tres versiones de la escena de la muerte influidas por su texto. Su forma de escribir fluida y concisa con facilidad te traslada en el tiempo. Copio uno de sus párrafos que con mínimas palabras describe el momento más trágico:
Salieron al altar los oficiantes, que traían una múltiple expresión beatífica. En la nave de la iglesia se redobló el silencio, un tenso silencio sobre el que, como el eco de otro mundo, bailaba la nota discorde del llanto de la madre del muerto; y poco a poco, antes de que los latines inundaran el espacio, otros llantos fueron creciendo y adueñándose de la iglesia y haciendo de la ciudad un valle de lágrimas verdadero.
Nunca se había visto ni volvería a verse una demostración tan unánime de espontánea congoja, así que incluso los curiosos y los duros de corazón sintieron que la piel se les erizaba y supusieron que algo grande y extraordinario estaba ocurriendo, algo portentoso que la ciudad recordaría, de generación en generación, mejor que cualquier costumbre.
Una brisa ligera aliviaba la tarde, pero en San Pedro, apretados como la mies, los turolenses parecían uno solo y en suspenso, a punto de estallar. Nadie se movió, aunque todos fueron testigos: Isabel logró desasirse del brazo nervudo de su ama y corrió hacia el catafalco con una lentitud agotada y trágica. Los sacerdotes detuvieron sus oraciones, la madre de Juan Diego dejó de rezar y hubo un largo y milagroso lapso de tiempo en el que todos miraron a Isabel de Segura y la reconocieron, incluso su padre, al que se le demudó el rostro, pero apenas una docena de hombres llegaron a dar unos pasos hacia ella, unos pasos que parecían inútiles, como dados sobre una trocha helada, y que no sirvieron para evitar lo inevitable: que la amante llegara hasta el amante y se desmayara sobre él y buscara con las escasas fuerzas que conservaba los labios que había negado, no anhelando ya la vida sino la muerte, ese viaje lento y delicioso.
En estas acuarelas de 77 x 102 cm, intenté reflejar que la levedad del último aliento de Isabel de Segura dejara paso al peso de la muerte.
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