Si alguien te habla de un lugar donde uno se encuentra, a si mismo, como ser humano, puede referirse al alto y frondoso Valle de Benasque. Pero si te comenta que ha estado en un espacio donde se ha sentido mecido, rodeado de silencio, contagiado de tranquilidad y, a la vez, con la inquietud de sentir brotar de su fondo la esencia, la luz; sin dudarlo se referirá al Hotel Plaza de Castejón de Sos.
Envuelto en la lectura del nuevo libro de Donna Tartt El jilguero con sus más de mil páginas, siento de una manera fresca y viva la imagen de un pequeño cuadro pintado por Carel Fabritius en el año 1654. De Carel Fabritius, extraordinario pintor, sólo se conservan seis piezas. Él y toda su obra desaparecieron en una explosión de un polvorín en la ciudad de Delft. Carel Fabritius fue un puente: discípulo de Rembrandt y maestro de Vermeer. La excelencia de Carel Fabritius se halla en que nunca imitó a su maestro, más bien todo lo contrario, supo invertir sus enseñanzas y en vez de pintar la luz sobre la oscuridad, él, pintó objetos oscuros sobre la luz. Su técnica prestaba una atención minuciosa y especial a la precisión visual. Al ejercer de maestro intuimos que con sabiduría supo transmitir a su joven alumno un carácter intemporal, sensibilidad para captar la luz convirtiéndolo en el espíritu más dotado para transformar el color en poesía.
En el año 1632, cuando el joven Rembrandt pintó en Amsterdam su obra maestra La lección de anatomía del profesor Nicolae Tulp, nació en la vecina ciudad de Delft el niño que figurará como uno de los más grandes maestros del arte holandés: Jan Vermeer van Delft. Vermeer es un poeta, hace hablar a las cosas sin agregar ni suprimir nada. En su Lechera del museo de Amsterdam, el blanco del chorro de leche contrasta con los blancos de la pared de una forma subyugadora. La perla, pendiente de la joven, muestra sus diferencias con esos otros blancos de sus ojos. La luz en sus pinceles hace visible todos los detalles.
Como todos los años el Hotel Plaza de Castejón de Sos celebra en agosto sus Jornadas Culturales. Rodeado de altas cumbres y de buenos amigos, charlamos sobre Carel Fabritius y Vermeer. Pinto en directo una versión de La joven de la perla en acuarela. Poemas de Circe Maia, Wislawa Szymborka, Adam Zagajewki, Ramón Cote Baraibar y Eloy Sánchez Rosillo dan el verdadero tono y me ayudan con lectura en mi réplica. El poema de Adam Zagajewski es el que me inspira:
LA MUCHACHA DE VERMEER
La muchacha de Vermeer, famosa ahora,
me está mirando. La perla me mira.
La muchacha de Vermeer tiene los labios
rojos, húmedos y brillantes.
Muchacha de Vermeer, perla,
turbante azul: eres la luz,
y yo estoy hecho de sombra.
La luz mira a la sombra con altivez,
con indulgencia, quizá con tristeza.
La luz y el color en dos técnicas opuestas me llevan a escribir sobre sus diferencias, me refiero a la acuarela y el óleo. La acuarela tiene el inconveniente de que fluye. Lo ideal es que una buena pintura en general se extienda con facilidad pero sin fluir. Aquí radica la enorme diferencia de la pintura al agua y el óleo. En el momento de corregir o rehacer un fragmento pintado, de recubrir con nuevos colores el problema es acuciante. En la acuarela cubrir con nuevos tonos es fácil y de secado rápido pero a su vez es imposible cualquier tipo tipo de modificación. Los retoques en cambio son posibles al óleo cuyo tiempo de secado es mayor. Así el pintor dispone de todo el tiempo que quiera para añadir y combinar colores creando los incomparables tonos y matices del óleo.
En la acuarela es impensable el retoque y asume esa desventaja de tiempos añadidos convirtiendo el peligro del color fluido en su peculiar característica. Expontaneidad, rapidez y dibujo perfectamente aliados. El blanco es cubriente en el óleo y transparente en la acuarela. El blanco del papel es la luz que velándolo sutilmente va creando todos los matices. El color disuelto y fluido se fija en el papel al evaporarse el agua. En el óleo el color cubre por capas la superficie al igual que una maza de cartas extendidas en cizalla sobre la mesa. El blanco del papel es la luz que no debe ocultarse, la mancha sin mancha. Cuando sabemos respetar ese origen de luz que el papel nos ofrece, la acuarela se magnifica.
Lo que realmente unifica ambas técnicas es observar que el sentido de la realidad se clarifica cuando se toma altura y se gana una visión global de las circunstancias. Es necesario aprender a mirar, a observar en estado de alerta con precisión de otro orden; situarnos en el juego y la libertad. Bajo esta atenta mirada se concede a los objetos un carácter de ámbito: los enseres son vistos como campos de expresión personal, como campos de influjo mutuo. Lo ético, afectivo y estético impregnan como lluvia de color lo mirado, formando vínculos y posibilidades para ser expresados. Todo se resume brevemente al decir que hay que mirar en SILENCIO. Óleo, acuarela, cualquier técnica requiere una paleta de mezclas en las manos hecha de silencio.
Muchas gracias, Pascual, por la mención que haces al Hotel Plaza. Si buena fue tu experiencia, mejor fue para nosotros disfrutar de tu presencia y de tu arte. Esta será siempre tu casa.
Oooooohhhhhh, ya siento no haberte visto Pascual. Acabo de ver que has estado en el Hotel Plaza de Castejón. El marido de Marisa es amigo mío. Qué bien que hayan podido disfrutar con tu sabiduría y tu arte. Un beso muy fuerte.
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