Últimamente he pintado en directo distintas versiones de La joven de la perla de Vermeer de Delft. La primavera pasada en Ballobar y, a finales del mes de agosto, en el hotel Plaza de Castejón de Sos, siempre rodeado de amigos. Estas actividades en público me trasladaron en el tiempo. La memoria, esa melodía que se deja oír cuando menos lo esperas, retornó a tiempos pasados, a algunos años de la década de los 80. El intimismo holandés: los interiores del hogar, la paz incorporada en las figuras, los colores matizados y las luces y sombras disolviéndose por las paredes, despertó una gran inquietud en mi carácter figurativo, transformando mi forma de hacer. La pintura en esos años se serenó, la percibía como principio de belleza; suavidad al tacto de la mirada y el inevitable desgarro de su elusividad. Sentado en el silencio del taller reflexioné de una manera íntima y descriptiva sobre el mundo del hogar, lo cotidiano y sus labores, sus alegrías y silencios. Pilar y el transcurso del nacimiento de nuestro primer hijo llenaron, fijaron y ocuparon mi mirada. Lo intimo descrito con amor, con pulcritud de tonos, con luz envolvente, clara y reposada.
En esos años volví a saborear de nuevo mis tiempos juveniles y mi pasión por Vermeer de Delft. Sus figuras respirando luz aún me siguen pareciendo el mayor enigma de la pintura. Juvenil en mi intención y adolescente en edad copié La mujer en la ventana del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, partiendo de una buena fotografía de un libro. Copiarlo era darse cuenta de lo difícil que es llegar a ese decir sin decir tan necesario en el arte. La intimidad del hogar, el rostro del pequeño Ignacio y sus primeros pasos dieron pronto a la imaginación nuevos temas. La intimidad reclamaba nuevas ideas y proyectos. Así nacieron las series pintadas al óleo de Las Celestinas, Maternidades y Locuras.
La sinrazón, esa belleza herida nació como serie. Personajes condenados al olvido fueron ocupando el taller. Sus miradas perdidas y delirios que originaban esa extraña belleza decantada al abismo fueron alojándose en telas y lienzos con colores armónicos y difuminados. En estos óleos busqué una extrema suavidad en su ejecución, pero fui consciente de que la dulzura despertaría disonancias a cualquier espectador que los observara. Encerrados en espacios de ningún lugar , en umbrales de puertas al mundo, a las puertas cerradas de sus mentes y a la realidad, motivaron mis búsquedas.
Otro intimismo muy distinto pero igual de desgarrado por su temática fueron Las Celestinas. Desnudos inmersos en luz monocroma, en espacios donde la atmósfera mostraba su aridez. Lilas, violetas, ocres enturbian la mirada. Estas dulces Celestinas, jóvenes, viejas y camas se paseaban irreales por la imaginación.
Erguida, derramada y caída la belleza me ofreció una más de sus aristas a través de estos temas de los años 80. El color es, en sí, un maestro que en el desarrollo de la vida da lecciones suficientes para despertar, alegrar y dar placer al espíritu. Cada año se muestra distinto para que se coseche con nuevas formas y tintes. Antiguo como el Arco Iris, se ofrece siempre a nuestros ojos como interrogante. Todo en la vida es una pregunta que la luz plantea además de poseer la respuesta. Pinto para encontrarla.
¡Qué grande, Pascual!
Siempre es un placer disfrutar tus cuadros y leerte, un abrazo amigo.
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