Hace un par de meses un joven al que he visto nacer me confesó que, de niño, cada vez que venía con sus padres de visita a nuestra casa, un cuadro colgado en el salón lo llenaba de estupor. El cuadro es «El hombre del desván», un óleo de 81 x 100 cm, pintado en el año 1984. Siempre ha permanecido conmigo, lo considero significativo en mi obra. Con posterioridad a su realización, inicié cambios y me sumergí en otras búsquedas que confluyeron en temas jamás expuestos además de una serie pintada al pastel. Es un cuadro lleno de objetos con sentido simbólico. Un desván no sólo contiene un pasado, posiblemente todos los elementos existentes y relegados al olvido podrían adquirir matices históricos en un futuro.
Qué este lienzo haya generado miedos inconfesables me intriga. Reconozco que la figura pintada ofrece una cara que es una máscara, un rostro sin historia ni devenir. Es la nada, vacía de sentimientos y afectos, sus manos no tocan nada ni se proyectan, se recogen en sí. Esa faz tiznada de nada ¿es lo que transmitió pánico?
Qué sorpresa sentí cuando descubrí los efectos malévolos de este lienzo. No solamente este joven que ahora podría ser un modelo de Donatello me ha confesado que le disgustaba venir a casa cuando era niño, también mi hija Clara me comentó hace unos meses que se sentía aterrada y miedosa con este personaje que pendía de la pared y por lo visto colgaba asimismo de su frágil niñez. ¡Qué extrañas confesiones! Dos niños sintieron miedo sin verbalizarlo por un rostro que nada refleja.
Si es la nada lo que ellos intuyeron en esa pintura, pienso que sintieron el miedo más horrible y antinatural. Tener miedo en circunstancias especiales y peligrosas es lo más natural: serpientes, arañas, ratas…, todos alguna vez lo hemos padecido, pero sentir «la nada», el vacío, es rozar la angustia sin motivo.
Estas confesiones me hacen mirar de nuevo el óleo y buscar en él ese «algo más» que la inquietud en su momento me llevó a pintarlo. Esta pieza fue un detonante en mi vida porque inició un cambio. Cambiar es despojarse de algo para comenzar de nuevo. En el espacio existente entre esas dos fases de abandono y comienzo ¿no se ubicará la nada? Seguramente intuí ese vacío en mi ser, la tierra de nadie, y busqué una salida. En el año 1985 decidimos vivir una trasformación radical; nos trasladamos de la gran ciudad de Barcelona donde vivíamos a una masía sin agua ni luz en el Maestrazgo turolense. La vida en la naturaleza más pura abrió las puertas y el germen de ese lienzo fructificó en nuevas formas.
Miro ahora al hombre del desván y lo veo como una premonición y desencadenante decisivo en mi vida; por eso lo aprecio y sigue colgado en las paredes del taller. Las sinceras confesiones de mi hija y de mi joven amigo me han hecho reflexionar sobre mi pasado y retornar a esa velada nada que a partir de 1984 motivó una nueva dirección en nuestras existencias de la que desconozco su final.
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