Al mirar este bosque tan numeroso de mínimas esculturas me siento afortunado y enormemente agradecido. Doy gracias por la suerte de tener amigos que guardan y me traen los bozales de sus momentos más alegres y felices. Con estos bozales en las manos soy consciente de que solo puedo manipularlos (sin repetir, cortar ni añadir) valorando lo que representan: la amistad.
Jugar con bozales que represan el esbelto edificio de cristal y burbujas se está transformando en un hábito innovador de formas.
Sin saber cómo, he llegado a las novecientas fruslerías al cava. Reto y juego de no plagiarme.
Alambres que aún se ofrecen como invitación a ser transformados, como si encerraran la posibilidad de imitación de múltiples formas de sarmientos.
Geometría de espacios y líneas, itinerarios de hilos de azar.
Gestos que se repiten instante tras instantes en la débil materia, multiplicación de ecos lineales.
Ramas de alambre en las manos, ráfagas de curvas al tacto.
Forzoso es no repetir encuentros, por partir todos de la misma materia inventamos un vocabulario.
El silencio y la calma desbarata el vocabulario y lo enriquece de formas.
Estos árboles de alambre se aventuran en el espacio.
Ensayar formas, su armonía; el espacio condesado entre los dedos como una vid en la palma de la mano.
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